
Durante décadas, Philip Kotler ha sido el padre intelectual del marketing moderno. Sus libros se han convertido en la “Biblia” de varias generaciones de profesionales que aprendieron a interpretar los mercados bajo sus principios clásicos: producto, precio, plaza y promoción. Sin embargo, mientras los marketeros seguimos anclados a esas fórmulas, allá afuera emergen fenómenos que no obedecen al manual y aun así logran un éxito innegable.
Uno de esos casos en República Dominicana es el fenómeno de La Casa de Alofoke. Para algunos, representa un retroceso cultural; para otros, un movimiento audaz que conecta con la juventud en sus propios códigos. Más allá de las valoraciones morales, los números hablan: millones de vistas, influencia en la conversación pública y una capacidad de monetización que muchos proyectos “formales” de marketing envidiarían.
El problema es que gran parte de los profesionales del sector elige darle la espalda. Como si ignorarlo borrara su impacto. Se refugian en Kotler, en teorías intachables y en planes estratégicos impecables que, sin embargo, a veces no logran mover la aguja en la misma proporción. Este desdén no es nuevo: históricamente, la academia suele reaccionar con cautela o rechazo ante prácticas que nacen fuera de sus parámetros. Pero, ¿no es precisamente ahí donde el marketing muestra su verdadera esencia: en la capacidad de adaptarse a las realidades del consumidor, aun cuando estas incomoden?
Fenómenos como La Casa de Alofoke ponen sobre la mesa una verdad incómoda: el marketing no vive únicamente en las aulas ni en los manuales. Vive en la calle, en las redes, en la cultura popular. Y negarse a estudiar esos escenarios es, de alguna forma, renunciar a entender al consumidor dominicano en toda su complejidad.
Quizás el reto de nuestra generación de marketeros no sea elegir entre Kotler y Alofoke, sino entender que ambos representan caras distintas de un mismo oficio. Kotler ofrece estructura, análisis y método. Alofoke, por su parte, muestra la fuerza de la intuición, del lenguaje popular y de la autenticidad, aunque sea disruptiva.
En última instancia, nuestro deber no es defender dogmas, sino observar con mente abierta. Analizar cada fenómeno, incluso aquellos que hieren nuestra sensibilidad profesional. Porque solo así el marketing dejará de ser una disciplina encerrada en las sombras de Kotler para convertirse en un ejercicio vivo, crítico y profundamente conectado con la sociedad que busca servir.